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Superficie: 885.9 Km ²
Nº de habitantes: 422.861
(INE 2007)
Altitud: 45 metros
Lugares de interés: Catedral, Plaza Santo Domingo, Castillo de Monteagudo, Museo Arqueológico, Museo del Salzillo, Teatro de Romea, Casino, Santuario Virgen de la Fuensanta, Convento de los Jerónimos.
¿Hizo acáso el Omnipotente entre todas sus creaciones cosa más grata a sus ojos que la hermosura de una virgen, en cuya mejilla ves la rosa sobre el jazmín como vergel que brilla engalanando con sus flores? Si me fuera dado, suspendería mi corazón y mis ojos como collar de su cuello y pecho.
(Abderramán II).

En campo de gules, un corazón rojo fileteado en oro, con la leyenda ‘Priscas Novissime exaltat et amor’, cargado de una flor de lis y de un león, sumado de corona real y rodeado de seis coronas de oro. Bordura de León y Castilla, en sus esmaltes reales, con dieciséis compones. [Ver]

Muralla de las Veronicas

La ‘musulmanía’ de Murcia es manifiesta. Apenas se urga en sus entrañas brotan restos de antiguas edificaciones, ajuares y osamentas que evidencian su orígen islámico (junto a la antigua Puerta de la Aduana o de Verónicas, se alza una de las noventa y cinco torres coronadas de almenas y matacanes que lucía la muralla de la milenaria Mursiya).

Parece que el viejo corazón de la ciudad, oculto y menospreciado, regalara todavía una porción de aquel legado arquitectónico iniciado, según el profesor Alfonso Carmona, el 25 de junio del año 825, cuando el representante de la dinastía de los Omeya, Abd Al-Rahman II (792 / 852), ordenó la destrucción de Ello y la fundación de una nueva ciudad a orillas del río Segura que reforzara la cora de Tudmir y se convirtiese en capital de la provincia.

El historiador Juan Torres Fontes ha recogido el testimonio del cronista catalán Ramón Muntaner, quien al narrar el sitio de Murcia por el ejército de Jaime I la define como «ciudad muy noble y honrada y muy fuerte, casi la mejor amurallada que haya en el mundo». Un murciano ilustre, el licenciado Francisco Cascales, describe la muralla como «muy alta y muy fuerte, hermosa, con muchos torreones, levantada para defensa de ataques enemigos, protección de riadas y epidemias».

Iglesia de Santa Eulalia

La muralla ya no es un secreto. Tenía una triple estructura defensiva: la muralla principal, de seis metros de ancho y quince de altura, con noventa y cinco torres apenas distanciadas entre sí; el antemuro, de menor dimensión, donde se emplazaban las saeteras, y un foso. En su circuito existían doce accesos: la llamada de las Siete Puertas, junto a la Iglesia de Santa Olalla (la actual Santa Eulalia, nominada así en agradecimiento a los catalanes que intervinieron en la reconquista de la ciudad), y desde ahí, siguiendo todo el contorno, se sucedían las puertas del Toro, del Sol («rica, con su espacioso arenal y antepecho de la ribera del Segura»), del Puente (que estribaba en el Alcázar Nuevo construído por Enrique III ), de la Verónica o de la Aduana, de San Ginés, de Santa Florentina (antes se llamó del Azogue), de los Porceles, de Santo Domingo, del Mercado, Puerta Nueva («la de mejor salida y de más recreo de la ciudad, pues había un paso donde concurrían cuatro acequias muy juntas pobladas sus riberas de hierbas, flores y árboles con la vista más graciosa y amena que puedan gozar ojos humanos») y, finalmente, la Puerta de Orihuela que antes se llamó del León.

Tras la reconquista, las mezquitas que se alzaban en la ciudad se convirtieron en parroquias, cada una con su respectiva iglesia. Dentro del recinto amurallado se podían contar las de Santa María o de la Catedral, Santa Catalina (su torre hacía las veces de centinela, uso que perduró hasta los siglos XVI y XVII para avisar de los ataques berberiscos al Mar Menor y al Campo de Cartagena), Santa Eulalia, San Bartolomé, San Nicolás, San Pedro y San Lorenzo, que daba la espalda a la judería. A pesar de los desmanes y del lamentable proceso actual de mimetismo urbano, el trazado de la ciudad ofrece todavía un lejano rumor de recodos y angosturas, adarves o azucaques que se estrechan buscando el frescor de la umbría.

También ha sobrevivido la distribución por barrios de la medina islámica y parte de la toponimia del callejero: calle de la Acequia, de los Alamos, Zoco, Aladreros, Albudeiteros, Alfareros, Almohajar, del Almudí, Azucaque, Caravija o Almenara, espacio donde se encendían grandes hogueras para advertir del peligro inmediato.

Hay asimismo voces y gestos que evocan a los fundadores de la ciudad: los términos horno moruno, ajuar, alpargata, almajara, aliacán y alboroque los pronuncian los últimos hortenses sentados en cuclillas junto al quijero de un azarbe, a la sombra de una higuera.

Sin embargo, la ciudadanía, adicta a la prisa y embaucada por el progreso ha olvidado su historia y vive un palpable desarraigo. Ya no huele a flor la ciudad, y son escasos los frutos, verduras y hortalizas que rezuman el aroma, el sabor, la textura y la jugosidad de antaño.

Lo auguraba en 1969 el escritor González Vidal: «Murcia, como Venus, surgió de las aguas. Fue una ciudad fluvial, nacida junto a un río, como tantas otras construídas en los valles fértiles. Desde lo alto, la huerta de Murcia se vislumbra como un lago verde y en sosiego. A primera vista parece que ese verdemar circundante que asedia a la ciudad acabará anegándola. Luego, se comprueba que es la huerta la que va a ser devorada por la ciudad, que morirá en sus fauces en un futuro que empieza a ser preocupante. (.) Murcia ha iniciado descaradamente su despegue de la tierra matriz, se desarraiga. La huerta es para Murcia una llamada, una ciega atracción, y, como en el amor, su conquista es su muerte».


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